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Claretianos San José del Sur
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Lo definió el papa Pío XII al inscribirlo en el catálogo de los santos, el 7 de mayo de 1950: “Pudo ser humilde de origen y glorioso a los ojos del mundo. Pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante. De apariencia modesta, pero capacísimo de imponer respeto incluso a los grandes de la tierra… Calumniado y admirado, festejado y perseguido…”
De tales expresiones, con que el sumo pontífice de entonces lo elevaba con admiración a los altares, alguien quizás deduciría que Antonio María Claret fue una paradoja viviente. Sin embargo, para quienes lo conocieron, los que habían admirado la solidez de su espíritu en medio de las grandes vicisitudes que debió enfrentar, y para quienes han valorado a fondo su vida y obras, Claret fue una demostración admirable del poder de Dios por sobre sus limitaciones humanas y las circunstancias contradictorias que le correspondió vivir.
Los caminos del Señor
Claret ha sido reconocido como uno de los grandes misioneros españoles del siglo XIX y una de las figuras relevantes en la madre patria durante esa centuria.
Había nacido como Antonio Claret y Clará el 23 de diciembre de 1807, en el pueblito barcelonés de Sallent, hijo de una típica y muy religiosa familia catalana de clase media, que con tesón había consolidado una pequeña industria textil.
Por sus dotes manifiestas parecía destinado a superar a sus ancestros como empresario del tejido. Pero su religiosidad profunda, sumada a varios hechos no convencionales en los que pareció salvar la vida por milagro, lo inclinaban al sacerdocio. A ello contribuyeron peligros inminentes, el ser estafado por un amigo, y el continuo tintineo en su alma de la prevención evangélica «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si al final malogra su vida?».
Bajo esta consigna ingresa al seminario diocesano de Vic. Pero no queda tranquilo, y poco después busca recluirse como monje cartujo. Sin embargo, siente la inspiración divina de que su destino no es el silencio de un monasterio, y regresa para continuar su formación sacerdotal.
Allí encuentra el sendero de su vocación. Ella se le manifiesta con nitidez cuando, ordenado sacerdote a los 27 años, un impulso misionero incontenible lo lleva a predicar la palabra salvadora de Dios en todos los lugares y formas a su alcance.
Misionero por sobre todo
Su vida adquiere así un ritmo creciente de apóstol infatigable, obsesionado por «encender a todo el mundo en el fuego del divino amor». El pueblo lo llama «Padre Claret», y por varios hechos considerados sobrenaturales alcanza en sus correrías apostólicas fama de santo.
Pero España le queda chica. “Mi espíritu es para todo el mundo”, dice. A Los 31 años parte a Roma para ofrecerse como “misionero apostólico” y ser enviado por el Papa a tierras de infieles.
Termina ingresando allí al noviciado de la Compañía de Jesús. Pero el Señor tampoco lo quiere jesuita, aunque sí imbuido en el espíritu de Ignacio de Loyola, y así regresa a España. Dos años después recibe de Roma el anhelado título de “misionero apostólico”. Se siente así acreditado como evangelizador universal al estilo de los Apóstoles.
Decide serlo “por todos los medios posibles”. Funda instituciones apostólicas de diverso tipo, e interviene en la fundación de numerosas congregaciones religiosas. Convencido de que sólo puede ampliar el alcance de su voz viéndola impresa, funda una editorial, escribe 15 libros, 81 opúsculos, centenares de folletos y volantes, y traduce 27 obras de interés para la evangelización. Se calcula que llegaría a distribuir más de 8 millones de ejemplares de esas publicaciones.
Hasta derramar su sangre
Pero su realización que él mismo llamó “gran obra” es la Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, hoy también Claretianos por él mismo su padre, la que funda el 16 de julio de 1849. Busca así llevar a cabo en sus hijos y proyectar hacia el mundo el ansia evangelizadora que no puede realizar por sí solo.
No obstante, un mes después de esa entrañable fundación es nombrado por el Papa arzobispo de Santiago de Cuba. Se resiste a ello con todas sus fuerzas, pero al final acepta, como obediencia a la voluntad del Señor. Recibe la consagración episcopal, en la que agrega a su nombre el de María, cuando aún no cumplía los 43 años. Luego parte a la isla cubana, que por más de 14 años había permanecido «como oveja sin pastor».
Llega allí a comienzos de 1851. De inmediato se enfrenta a una profunda decadencia moral, gran discriminación racial en una sociedad esclavista, y tremendas injusticias contra los sectores más débiles y desposeídos. Lo denuncia con valentía profética. Funda las Religiosas de María Inmaculada de la Enseñanza, para educar al pueblo abandonado. Crea escuelas técnicas y agrícolas, bibliotecas, cajas de ahorro, asilos.
Los escozores que provocan entre los poderosos sus prédicas de justicia y moralidad, le engendran enemigos implacables que pagan a un sicario para que lo asesine. Éste por poco no lo degüella, aunque logra provocarle un gran tajo en el rostro y en una mano. A él, que siempre ansió entregar la vida en el martirio, derramar de esa forma siquiera algo de su sangre lo colma de alegría.
Sólo la voz de Dios
Claret culminaba así seis años de labor infatigable en la isla caribeña. Pero en marzo de 1857 es llamado a Madrid para ser designado consejero espiritual de la reina Isabel II, lo que nuevamente sólo acepta al convencerse de que es voluntad de Dios. Pero bajo condición de no llevar una vida palaciega, no menoscabar su labor misionera ni inmiscuirse en política.
Vive así 11 años en medio de una de las convulsiones sociopolíticas más profundas de España, en la que los enemigos de la monarquía lo envuelven de forma calumniosa como supuesto manipulador real y conspirador político. Lo hacen objeto de una campaña soez que llega hasta la pornografía. Llega a sumar 14 atentados contra su vida.
Entretanto, sin importarle la maldad de quienes lo denigran o persiguen a muerte, se dedica a misionar por dondequiera que va. Visita hospitales y cárceles, escribe sin cesar, funda instituciones apostólicas, preside el Monasterio del Escorial y lo convierte en gran centro de espiritualidad y cultura.
En 1868 es derrocada y desterrada la reina, y el odio contra él lo arrastra también al exilio en Francia. No descansa allí en su labor apostólica. Apoya a sus misioneros, desterrados junto con él, y al año siguiente parte a Roma, donde en 1870 participa activamente en el Concilio Vaticano I, descollando por su fidelidad al Papa.
De regreso en Francia, lo persiguen hasta allí sus encarnizados enemigos, y debe refugiarse en el monasterio cisterciense de Fontfroide, donde muere el 24 de octubre de 1870 sin llegar a cumplir los 63 años. Sobre su humilde tumba se alza el más acertado epitafio: “Amé la justicia y odié la iniquidad. Por eso muero en el exilio”.
Es beatificado en 1934 por el papa Pío XI, y su sucesor Pío XII lo inscribe en el catálogo de los santos aquel 7 de mayo de 1950. Décadas más tarde y tras el Concilio Vaticano II, su memoria es incorporada al santoral universal para ser celebrada el 24 de octubre.
Su legado en el siglo XXI
Han transcurrido 154 años desde que Claret rindiera su vida terrenal. Con ellos, demasiada agua ha corrido bajo los puentes de este mundo, hoy seriamente amenazado de autodestrucciones apocalípticas generadas por la propia humanidad.
Se han sucedido los papas, se ha agitado miles de veces la “barca de Pedro”, que según promesa de su conductor divino no se hundirá, a pesar de quienes, de adentro y de afuera, insisten en torpedearla.
Al timón de ella viaja hoy el papa Francisco, para quien los pastores del pueblo cristiano no han de tener olor a perfumes palaciegos, sino a ovejas. Desde sus tiempos episcopales entre los pobres de Argentina, ha demostrado por ello una admiración profunda hacia Claret, ejemplo y modelo de esos pastores con olor a oveja.
Su afecto cordial por los misioneros claretianos constituye desde entonces un aliento a que busquen ser herederos cabales de aquel “misionero ideal” a cuyo corazón evangelizador le quedaba chico el mundo entero, y que supo entregarse a su misión hasta el último aliento.
Lo propio corresponde por tanto a sus misioneros en orden a honrar tal herencia de forma consecuente. Más de 3.000 claretianos esparcidos por casi 70 países buscan evangelizar “por todos los medios posibles” y hasta entregar la vida si fuese necesario. Tienen para ello como ejemplo sublime a centenares de mártires que en 175 años de su historia congregacional no han titubeado en dejarse matar antes que renegar de su fidelidad a Dios y a su compromiso misionero. De ellos, 184 han sido ya beatificados. Constituyen el gran tesoro espiritual de la congregación claretiana y el mayor testimonio de la validez del carisma que el Fundador trató de imprimir a fondo en la que definió como su “gran obra”.
Alfredo Barahona Zuleta