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Claretianos San José del Sur
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Ciento veinte años se cumplen desde que el 14 de mayo de 1904 rindiera su sacrificada vida terrenal el misionero claretiano Mariano Avellana Lasierra, el mayor evangelizador en más de 150 años de historia de los Misioneros Claretianos en Chile.
Reconocido por la jerarquía y el pueblo contemporáneo como uno de los más grandes misioneros que el país conociera en el siglo XIX, 83 años tras su muerte fue declarado Venerable por el papa Juan Pablo II. Desde entonces la vasta “familia” de religiosos y laicos que participan del carisma de san Antonio María Claret, implora del Señor un milagro, requisito único faltante para su beatificación, y trata de promover su causa en el ámbito internacional. Objetivos que ha enfatizado a la congregación claretiana su superior general, P. Mathew Vattamattam.
Los hijos de Claret se sienten singularmente bendecidos por 184 hermanos beatificados en los últimos 30 años. Todos derramaron martirialmente su sangre por causa del “odio a la fe”, lo que no ocurrió con Mariano Avellana. Pero los padecimientos físicos que éste soportó por 20 años sin aminorar su testimonio evangelizador, ameritan su ascenso a los altares como ejemplo relevante para religiosos y laicos, según sus biógrafos. Sería así el primer beato claretiano que no ofrendó su vida en martirio tradicional, pero lo vivió durante décadas para ser como ellos “misionero hasta el fin”.
El martirio, ¿un delirio paterno?
Antonio María Claret marcó la historia de España como uno de los mayores evangelizadores del siglo XIX. ”Místico en la acción”, como lo definió Pío XII al canonizarlo en 1950, asumió con arrebatos proféticos abarcar al mundo entero con sus ansias misioneras. Se sentía como Isaías (61,1) y Cristo Jesús (Lc 4,18) “ungido por el Señor para llevar las buenas noticias a los pobres, curar los corazones afligidos, dar vista a los ciegos, proclamar la amnistía a los cautivos y la libertad a los prisioneros”.
Descargó esta pasión arrolladora misionando por 15 años en la Península y las Islas Canarias, y por otros 7 como arzobispo en la Cuba colonial y esclavista de entonces. Sus denuncias de las injusticias y abusos que así comprobó le atrajeron poderosos enemigos y 14 atentados contra su vida. Lejos de amedrentarlo, ellos le acrecentaron hasta el delirio el anhelo de entregar su sangre en el martirio. No lo logró, incluso cuando en tierra cubana un sicario casi lo degolló de un navajazo.
Pero lo que el padre no alcanzó, pareciera haberlo traspasado en herencia a la congregación misionera que en 1849 fundó como Hijos del Inmaculado Corazón de María, hoy también Claretianos. Evidencia cabal, los 184 beatificados a partir de 1992 por haber enfrentado las balas en vez de traicionar sus votos a Dios evangelizando a su pueblo. Con excepción del P. Andrés Solá, victimado en las postrimerías de la Revolución Mexicana, todos fueron fusilados en el conflicto fratricida que entre 1936-’39 cubrió a España de sangre y ruinas. Pero no sólo ellos. Fueron 271 los claretianos asesinados, y su congregación, entre todas, la más golpeada.
Aun cuando los claretianos veneran a sus mártires, anhelan ver en los altares a Mariano Avellana como otro ejemplo de “misionero hasta el fin”, y “heroico”, según lo definió Juan Pablo II al declararlo Venerable.
El testimonio de Mariano
Nacido en Almudévar, provincia de Huesca, Mariano se consagró sacerdote diocesano a los 24 años, el mismo día en que la revolución liberal de 1868 aventaba al exilio a la reina Isabel II. Y al destierro partió igualmente Claret por ser su consejero espiritual, y con él los primeros miembros de su congregación.
Uno de ellos, Pablo Vallier, había sido profesor de Mariano en el seminario de Huesca. Así el exalumno fue a dar también a Francia y se integró a la joven familia misionera. Bebió el carisma del fundador y se contagió sin remedio con su pasión misionera.
En 1870 Vallier fue designado para encabezar el primer grupo congregacional que, saltando el océano en largo viaje sin retorno, lograría asentarse en Chile para comenzar a extenderse por América.
Mariano era enviado tres años después con igual destino. Y lo hizo con el propósito de “o santo, o muerto”, propio de su reconocido carácter férreo.
Apenas llegado a Santiago, la capital, se lanzó a misionar por los alrededores, y pronto fue extendiéndose más y más lejos. En casi 31 años sumaría más de 700 misiones en ciudades, pueblos y villorrios, prefiriendo los más lejanos y abandonados. Dando atención preferente a los enfermos, los presos y los más desamparados. Con misiones, ejercicios espirituales o predicaciones en parroquias, hospitales, cárceles, capillas o despoblados que, según los esquemas de la época, duraban por lo general 8 a 10 días de un trabajo agotador, desde el alba hasta caída la noche.
Asentado más tarde en La Serena, casi 500 kilómetros al norte de Santiago, abarcó desde allí una amplia zona minera y de pequeños valles perdidos entre un desierto hosco y áridas montañas. En carretelas, a pie, a caballo, en modestos vagones ferroviarios o viejos barcos, recorrió así a lo largo más de 1.500 km, que “peinó” en forma transversal yendo casi de pueblo en pueblo. En las zonas norte y central de un Chile tan largo como sus contrastes sociales, su pobreza, la marginación, las injusticias y el abandono.
Martirio del día a día
Al comienzo le estallaba con fuerza el carácter iracundo al que propendía por naturaleza. Pero con igual energía se dio a dominarlo, hasta ser el ejemplo de dulzura y acogida con que el pueblo sencillo lo bautizó como “el santo padre Mariano” y “el apóstol del norte”.
Incansable, tuvieron que frenarlo sus superiores para descansar y alimentarse en forma prudente. Con el tiempo hubo de enfrentar sufrimientos físicos tan agudos como prolongados, que no necesitarían otra penitencia. Aun así, les sumó el cilicio y el azote. Por más de 20 años y hasta su muerte soportó en silencio un herpes en el bajo vientre, cuyas lesiones ulcerosas comprometieron dolorosamente sus nervios. Y en sus últimos 10 años tuvo que soportar una herida creciente en una pierna, la que, según testimonios en su proceso de canonización, llegó a ser del tamaño de una mano abierta.
Nada logró aminorar su trabajo misionero. Siguió cabalgando por valles y montañas hasta los pueblos más abandonados. Finalmente, una parálisis facial le impidió por un tiempo una actividad esencial, la predicación. Hasta que a fuerza de tratamientos y oraciones, logró superarla.
Evangelizó hasta dejar en ello la vida, el 14 de mayo de 1904. Y murió en su ley: durante una misión, en el hospital de un pequeño pueblo perdido entre las montañas del norte minero chileno.
Su trabajo incesante, en medio de tales sufrimientos y hasta el último aliento, podría calificarse así como un martirio del día a día que no difiere de aquellos 184 testimonios que son tesoro espiritual preciado de la congregación claretiana.
Por ello, a 120 años de su muerte parece justo aspirar a que el Señor se digne coronar en los altares su testimonio de fidelidad admirable al carisma que su mentor y padre infundió a sus misioneros. El que no sólo brilla y reluce; por sobre todo cuestiona y exige. A su propia familia y a quienes de verdad quieran comprometerse en la construcción de “otra iglesia posible”. Aquella por la que clama el papa Francisco urgiendo a dejar de lado el encierro, la comodidad, las ambiciones, los escándalos y abusos de poder, para salir a las periferias geográficas y humanas en busca de la redención integral de los más pobres, los sufrientes y postergados. Como Mariano Avellana Lasierra.
Alfredo Barahona Zuleta
Vicepostulador
Causa del Venerable P. Mariano Avellana, cmf